Si queremos ofrecer oraciones aceptables, tenemos que realizar una obra de confesión mutua de nuestros pecados. Si he faltado contra mi vecino de palabra o acción, debo confesárselo. Si él me ha agraviado, debería confesármelo. Hasta donde sea posible, el que ha agraviado a otro debe hacer restitución. Luego, arrepentido, debe confesar su pecado a Dios, cuya ley ha transgredido. Al pecar, contra nuestro hermano, pecamos contra Dios, y debemos buscar su perdón.
Entre aquellos que ocupan posiciones de responsabilidad, hay una falta de disposición a confesar, tras haber errado; y su negligencia está conduciendo al desastre, no solamente a ellos mismos, sino también a las iglesias. En todo lugar, nuestro pueblo está grandemente necesitado de humillar su corazón ante Dios y confesar sus pecados. Pero cuando se hace evidente que sus pastores, ancianos, u otros hombres en puestos de responsabilidad han adoptado posturas equivocadas, y sin embargo se excusan a sí mismos y no hacen confesión, los miembros de la iglesia demasiado a menudo siguen un curso idéntico. De esa forma se ponen en peligro muchas almas, y la presencia y el poder de Dios son expulsados de su pueblo.
La confesión romperá el terreno yermo del corazón; expulsará vuestro orgullo y autocomplacencia. Mientras continuéis siendo negligentes en esa obra, no os sorprenda que el Espíritu Santo no haya enternecido vuestro corazón ni os haya conducido a toda la verdad.
La verdadera confesión es siempre de carácter específico y reconoce pecados particulares.
Hay veces cuando pecamos, pero no nos damos cuenta de ello hasta más tarde, y por lo tanto no hacemos una confesión inmediata. Qué consuelo es saber que Cristo está siempre listo a "cubrirnos" con el manto de su justicia hasta que nos percatemos de nuestra condición; saber que Jesús nunca nos deja ni nos abandona; que aun antes de que nos acerquemos a él, ya ha hecho la provisión necesaria para que seamos salvos. ¡Gracias a Dios por esta maravillosa provisión! Sin embargo, nadie debiera aprovecharse indebidamente de este beneficio y demorar la confesión.
Hay una enorme diferencia entre admitir ciertos hechos después de haber sido probados, y la confesión de pecados conocidos solamente por nosotros y Dios.
El Señor quiere que sus siervos prediquen hoy las antiguas doctrinas del Evangelio: el dolor por el pecado, el arrepentimiento y la confesión. Necesitamos sermones de estilo antiguo, costumbres de estilo antiguo, padres y madres en Israel como los de antes, que posean la ternura de Cristo.
Si os entregáis a la dureza de vuestro corazón, y por orgullo y justicia propia no confesáis vuestras faltas, seréis abandonados a las tentaciones de Satanás. Si cuando el Señor revela vuestros errores no os arrepentís o los confesáis, su providencia os traerá una y otra vez sobre el mismo terreno. Seréis abandonados a cometer errores de la misma naturaleza, continuaréis careciendo de sabiduría, y llamaréis al pecado justicia, y a la justicia pecado.
Todos los que tratan de excusar u ocultar sus pecados, dejándolos sin confesar y sin haber sido perdonados en los registros del cielo, serán vencidos por Satanás.
Todos los que traten de ocultar o excusar sus pecados, y permitan que permanezcan en los libros del cielo inconfesos y sin perdón, serán vencidos por Satanás.
Cuando el Espíritu de Dios comienza a obrar en los corazones de los hombres, el fruto se ve en confesiones de pecados y restituciones hechas para arreglar errores.
Me fue mostrado que la manera de la confesión de Acán era igual que las confesiones que algunos de nosotros han hecho y harán. Esconderán sus errores, y rehusarán confesar voluntariamente hasta que Dios indague, y entonces confesarán sus pecados. El descontento de Dios está sobre su pueblo, y el no manifestará su poder en medio de ellos mientras que existan pecados entre su pueblo, y esos pecados son acariciados por aquellos que están en posiciones de responsabilidad.
No deberíamos estar satisfechos hasta que cada pecado conocido sea confesado. Entonces, será nuestro privilegio y deber creer que Dios nos acepta.
Que nuestras reuniones, cuando nos juntamos, sean períodos de examen de conciencia y de confesión.
El amor de Dios nunca inducirá a alguien a dar poca importancia al pecado; nunca cubrirá o excusará un error inconfeso. (…) Las confesiones generales no son fruto de una verdadera humillación.
Cuando alguien que profesa servir a Dios perjudica a un hermano suyo, calumnia el carácter de Dios ante ese hermano, y para reconciliarse con Dios debe confesar el daño causado y reconocer su pecado. Puede ser que nuestro hermano nos haya causado un perjuicio aún más grave que el que nosotros le produjimos, pero esto no disminuye nuestra responsabilidad. Si cuando nos presentamos ante Dios recordamos que otra persona tiene algo contra nosotros, debemos dejar nuestra ofrenda de oración, gratitud o buena voluntad, e ir al hermano con quien discrepamos y confesar humildemente nuestro pecado y pedir perdón. Si hemos defraudado o perjudicado en algo a nuestro hermano, debemos repararlo. Si hemos dado falso testimonio sin saberlo, si hemos repetido equivocadamente sus palabras, si hemos afectado su influencia de cualquier manera que sea, debemos ir a las personas con quienes hemos hablado de él, y retractarnos de todos nuestros dichos perjudiciales.
El Señor se acercará al que confiesa a sus hermanos las faltas con las cuales los han ofendido y luego va a Dios con humildad y constricción.
Como no has tenido nada que decir con respecto a la actitud tomada en el encuentro, no me atrevo a confiar lo suficiente como para relacionarme contigo hasta que tenga alguna evidencia de que se ha realizado un cambio decidido en ti desde el encuentro de Minneapolis.