Los que se dedican al trabajo mental poseen un capital dado por Dios. El resultado de su estudio pertenece a Dios, no al hombre. Si el obrero da fielmente a su empleador el tiempo por el cual recibe su pago, entonces el empleador no puede exigir más de él. Y si por medio de un diligente y cuidadoso aprovechamiento del tiempo preparase material adicional digno de publicarse, es propiedad suya para usarlo de la manera que él crea más conveniente en el servicio de la causa de Dios.
No permita ningún autor que se lo convenza de regalar o vender los derechos que posee sobre los libros que ha escrito. Reciban una participación justa sobre las ganancias de su obra; entonces consideren sus medios como un encargo de Dios, para ser utilizados de acuerdo con la sabiduría que él impartiere.
Algunos han sostenido que los autores no tienen derecho de administrar los libros que escriben; que en todos los casos deben someter sus obras al control de la casa editora o de la asociación; que aparte de los gastos de producción del manuscrito, no debieran pedir ninguna participación en la ganancia producida por la venta de sus libros; y que la ganancia debiera permanecer en la asociación o la casa editora para que ésta la use, según su juicio, a fin de satisfacer las necesidades de la obra. De este modo, la mayordomía del autor sobre sus propias obras se transferiría totalmente de él a otros... La habilidad de escribir un libro es, como cualquier otro talento, un don de Dios, y quienes la poseen son responsables delante de él por su perfeccionamiento; además, el autor debe invertir bajo la dirección de Dios, lo que reciba por concepto de derechos de autor. Recordemos que lo que se nos confía para ser invertido no es nuestra propiedad personal. Si así fuera, podríamos usarlo a nuestro propio arbitrio; podríamos desplazar nuestra responsabilidad sobre otros y confiarles nuestra mayordomía. Pero esto no puede ser, porque Dios nos ha hecho sus mayordomos individualmente. Tenemos la responsabilidad de invertir individualmente estos recursos. Nuestros propios corazones deben estar santificados; nuestras manos deben tener algo para repartir de lo que Dios nos ha confiado, cuando se presente la ocasión. Si la asociación o la casa editora se apropiaran del fruto del trabajo del cerebro, sería igualmente razonable que asumieran control de los ingresos recibidos por un hermano por el alquiler de sus casas o el cultivo de sus tierras.