Las esposas y madres debieran considerar más sagrada la felicidad del esposo y los hijos que la de los demás.
Durante los años del ministerio de Cristo en la tierra, mujeres piadosas ayudaron en la obra que el Salvador y sus discípulos llevaban a cabo. Si los que se oponían a esta obra hubieran podido encontrar alguna cosa anormal en la conducta de estas mujeres, eso habría hecho terminar la obra de inmediato.
El esposo es la cabeza de la familia, como Cristo es la cabeza de la iglesia, y cualquier actitud asumida por la esposa que pueda disminuir su influencia y desagradar su posición digna y responsable, desagrada a Dios. Es deber de la esposa renunciar a sus deseos y voluntad, a favor de su esposo. Ambos deben saber renunciar a sus gustos, pero la Palabra de Dios da la preferencia al criterio del esposo. Y la esposa no perderá dignidad al ceder así a aquel a quien ella eligió por consejero y protector.